FOSFORITO, EL ULTIMO MAESTRO (II)
Manuel Martín Martín
Estos ínsitos atributos, unidos a su temperamento, intensamente poético, se dejan manifestar en una decidida expresión que da al paisaje cantaor un acento inconfundible. Porque quien ha logrado vivir las miserias y la grandeza de nuestro arte, lo ha hecho eterno para siempre. Y la voz de nuestro Fosforito -cerca de nueve lustros haciendo camino al andar-, mana de la eternidad, porque eternos y mensajeros de Dios son los cantaores que despiertan un confiado calor en nuestros corazones, aquellos que vivifican nuestro mundo por obra y gracia de su amor a las cosas de Andalucía.
Continúo entregándome a la libertad de su música y me pregunto, ¿qué misterioso don posee el maestro, qué extraño y hermoso secreto reside en su alma que hace que uno, al escucharle, se sienta identificado plenamente, alegremente con su mensaje radiante? Yeso es lo más grande que le es dado al cantaor de flamenco: sobrecogernos a distancia, en un momento dado, con una ráfaga musicada de enigmas que, en nuestra hora oscura, nos deslumbra con el súbito relámpago de una queja estremecedora, consiguiendo que uno sienta el deseo de eternizar ese instante, de vivir siempre ese momento de lujosa caridad.
La secuencia podría ser ésta: de pronto una encendida ráfaga de belleza. Estábamos relajados, escuchando el cante del último Prometeo -este pontanés de excepción que día a día roba al aire el encanto de la música- y, de pronto, todo ha cambiado. Un momento nos inunda una alegría íntima, confiada. Algo vago, sin forma, pero poderosamente real y cierto, ha hablado en nuestro interior. ¿Quién hizo el milagro? En este caso un hombre, un cantaor ha hecho la suprema sencillez de un milagro.
Este es el indubitable mensaje de Fosforito. La sonoridad apabullante de su nombre ya nos indica que estamos ante el último maestro, rescoldo del fuego sagrado de una época que recuperó los silencios del flamenco verdad. «Voz de silencio» le llama Pablo García Baena. ¡Qué suave es para el alma el silencio de Fosforito! Es el silencio místico e indefinible del maestro. Es el prodigio del arte, la soberana emoción de la belleza contenida. Y es que desde la desolación y decadencia del cante, en un parque abandonado, surge uno de los más preciados logros flamencos de nuestro tiempo: Antonio Fernández Díaz, «Fosforito», la luz callada y centelleante que perfora las tinieblas en que no brillaron algunos intelectuales, la obra de un hombre que labora en la niebla, y con él la tierra desaparece bajo los pies.
Hoy, afortunadamente, estamos a su merced. Porque el cante del maestro, su convincente obra, es algo que vive y avanza sin cesar, un obstinado impulso de producir por evolución formas siempre nuevas y mejores. Pero eso sí, luchando contra vientos y mareas, haciendo bueno aquello que definiera Hénri Bergson sobre su evolución creadora: un inmenso ejército que galopa al lado de cada uno de nosotros en una carga arrolladora, capaz de atropellar todas las resistencias y franquear innumerables obstáculos, tal vez la muerte misma».
No pretendo con ello demostrar nada nuevo. Muchos de los leyentes son testigos fieles de que cuando el maestro, como humano, pasa por una actuación floja, sus adversarios -la crítica encasillada en sus viejos tópicos, arrullada en la ignorancia, en la indolencia de las antiguas parrafadas y los inacabables, por incipientes, parlamentos floridos y romanceros-, o aquellos que escriben al dictado del lucro, procuran ponerlo de manifiesto lo más ostensiblemente posible. Pero al final, la cuenta e incisiva campaña queda envuelta en una nebulosa, aunque algunos se quieran justificar con la vieja máxima filosófica, de que «para comprender una cosa, para poder fijarse en ella y analizarla, la inteligencia tiene previamente que matarla». Pués bien, ni aún así han podido sujetar la corriente del maestro, ésta escapa a la urdimbre de sus análisis, como el agua a través de un cesto. Porque es, precisamente, Fosforito, quien hoy día recoge en el cuenco de su mano derecha la maestría suprema, el reinado de los cantes, y los deja escapar lentamente, delicadamente al aire amorfo de este crepúsculo devastador y comercial que nos invade.
Empero, lejos de esta fiebre comercial, su obra va madurando en silencio. Su obra, henchida de una fina captación de detalles y matices la logra con una exquisita intuición musical y emocionada profundidad. Pero no es el momento de entrar en pormenores y desmenuzarla. Siempre he dicho que no es posible formular un juicio ecuánime sobre una figura de este arte que ha alcanzado las enormes dimensiones de Fosforito, mientras no tengamos ante nosotros, íntegra, la obra de toda vida. Y esta visión total nos está vedada hoy. Es demasiado pronto, sin duda alguna, para medir la talla cantaora de Fosforito. Estamos demasiado cerca de su trayectoria y de su producción.
En cualquier caso, permítaseme hacer un adelanto sobre este maestro, aún joven, que ha encendido luces que alumbrarán durante muchos años. La vena cantaora eternamente rica de Fosforito se remansa en la orilla clásica de lo permanentemente vivo, porque en el Cante Flamenco, como en todo, lo que cuenta es la cantidad de vida, la cantidad de esencia creadora que hay insuflada en cada cante. Y la obra del último maestro crepita de una vida poderosa, vibrante, desarrollada bajo un sello de sincera autenticidad, profundamente original.
En otro orden de cosas, de todos es sabido que hay cantaores dominados por estados de ánimo y otros, por convicciones. En Fosforito se dan ambas situaciones. De un lado, es un hombre que sabe laborar los cantes con la meditación y el desasimiento de un monje del medievo. Por otra parte, ha intervenido poderosamente en lo que pudiéramos llamar el principio del fin, ya que, en nuestra época, ha superado con creces, a través de su copiosa y fecunda obra, todas las hazañas discográficas de entre cantaores vivos. De ahí que su obra conforme un tesoro fructuoso al encontrarse en ella todos los valores sustanciales que priman en el flamenco. Flota en ella un romanticismo espeluznante donde lo festero, melancólico o trágico se entrelazan con una genialidad apasionada. También flota en ella una tristeza hiriente, una tristeza que no podemos traducir como dolor hecho imposibilidad silenciosa y mesurada, sino tristeza épica y pronta a estallar en un grito cruel o en una queja desesperada. Es, como debe ser, el eterno diálogo del hombre con su destino.
Algunos se preguntarán, ¿cuántas variantes ha impresionado Fosforito? , ¿Un centenar? No la sé, ni creo que el guarismo cuestione mis argumentos, porque su obra, siempre encendida en una llama de amor fundido con el grito incontenible, llena todo el ámbito de lo jondo, se desparrama generosamente allende los límites de Onuba y resuena, vertida de extraños y sonoros ritmos, tierra arriba, hasta las cumbres grises de la arrinconada Almería. Su cante no tiene fronteras ya que él es capaz de musicar todo el espectro flamenco ennobleciendo la manifestación musical y más sentida del pueblo andaluz. De ahí que públicos de diversa índole y cantaores de distinta estirpe reserven siempre un lugar de privilegio al maestro y le tributen el más sincero de los aplausos, porque saben que en sus actuaciones no hay opciones: o se salva o se condena. Y si hace falta sale a pecho descubierto para desangrarse con la suprema elegancia de saber callar el dolor como genuino novio del mejor cante. Pero sí, un noviazgo virginal y casto, uno de esos noviazgos ideales al que nunca desposamos.
Sumidos en la recóndita vitalidad de sus cantes, llegamos al convencimiento de que Fosforito es a modo del añorado pontífice Antonio Mairena -sin caer, claro está, en el disparatado cotejo de ambas concepciones- una vuelta a los orígenes, a la resurrección de viejos tesoros. Fosforito basa su cante en lo externamente vivo, en todo aquello que late radiante de brío. En definitiva, un clásico en el sentido de hallar el valor vivo de todos los cantes que le rodean. Repite la vieja esencia de lo jondo, pero la repite a su manera, es decir, de un modo originalísimo, conveniente y con una eficacia enorme. Todos los recursos técnicos y la diversidad del ritmo expresivo están escrupulosamente aprovechados en su obra. Es como la rueda shakespeariana, «Aquella que describía un círculo completo». Y es que Fosforito, como último maestro de la reciente Historia de lo Jondo, es variado. Su retina, impresionada por el constante suceder de paisajes, rociada en gratificante armonía por los más diversos ambientes flamencos, le mueve a recorrer toda la baraja estilística marcando un cauce profundo e innovador que anexiona unas formas cálidas, ceñidas y llenas en las que apunta un hondo sentido intuitivo, pedagógico y enriquecedor.
Ahí pienso que podría estar la clave de su actual coyuntura, en el arte de enseñar del maestro. Porque, ¿cuántos han llegado al flamenco a través de Fosforito? , ¿Cuántos han bebido de sus aguas vivas descubriendo su amor a este arte, o ¿Cuántos cantaores ya consagrados han iniciado sus primeros balbuceos imitando a Fosforito? Muchos, bastantes. Unos lo reconocen, y otros hipócritamente, acuden al recurso manido de «su» ambigua tradición familiar, cuando él es el rey de la tribu de los Piconeros.
De todas formas, queridos lectores, con Fosforito llega un nuevo y vital impulso al flamenco, un revulsivo cuyos efectos trascienden a la flamenquería que nos ha tocado vivir. Por tanto, una etapa necesaria para la conservación del cante por derecho.
2/4/07
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