8/5/07

MANUEL TORRE (II)

MANUEL TORRE, 50 AÑOS DESPUES

Juan de la Plata (publicado en CANDIL nº 30, noviembre diciembre 1983)



No ha habido, en toda la historia del cante flamenco andaluz, un nombre de cantaor más sonoramente redondo, ni más gitano, que el de Manuel Torre, el «hombre con más cultura en la sangre» que llegó a conocer, ese otro andaluz universal que fue Federico García Lorca.

Sólo por esta insólita definición del poeta de Granada, ya se merece el cantaor de Jerez que Andalucía le recuerde y le rinda homenaje, en este cincuentenario de su muerte que el mes próximo va a cumplirse. Ahora, precisamente, cuando los andaluces andamos echando cuentas y haciendo balance y rebusco de la tremenda herencia cultural que arrastra nuestro pueblo.

Manuel Torre es ya un nombre legendario que forma parte, por derecho propio, de la milenaria cultura popular andaluza. Pienso que su nombre de piedra y campanario debe colocarse junto al de Telethusa descalza, la madre grande y prolífica de todas las que fueron y son bailaoras del Sur; junto al del propio Lorca y al de su amigo y admirador Joselito el Gallo.

Llevaba en sus venas el arte de aquellos primitivos gitanos, que llegaron a nuestras tierras, desde la lejana orilla del Sind pakistaní, para asentarse con sus canastas, sus mimbres y sus yunques de fragua, en el mismo corazón de Jerez, a la que Federico, en un poema alucinante, habría de llamar luego la «ciudad de los gitanos» por antonomasia.

Porque los gitanos supieron hacer suyos, como nadie, los melismáticos suspiros que el árabe Ziryab, el «pájaro negro» de Persia, nos había dejado flotando en el aire mágico de la corte de los Abderramanes. De esta forma, la raza gitano-andaluza a la que pertenecía Manuel Torre, llegó a fundirse, con el tiempo, en los crisoles de las fraguas de Triana, de Jerez, de Cádiz, Los Puertos y Málaga, acuchillando los vientos con el escalofrío cortante de sus cantes y lamentos.

En medio de ese mundo gitano-andaluz de principios de este siglo, Manuel Torre fue como un dios gigante para su pueblo; columna de tradiciones, ecos y leyendas. Un ídolo
hermoso y moreno, al que rendían pleitesía y vasallaje todos los hombres y mujeres de su raza, y al que incluso ofrecían vírgenes de ojos azabache, galgos corredores, borriquillos morunos y policromados gallos de pelea.

Manuel Torre, plantado en medio de los tiempos y las mareas del cante, fue un héroe popular en la Andalucía incontaminada de su tiempo, cuyos cantes todos pretendían escuchar y sólo escucharon los elegidos. Porque el cante de Manuel no estaba hecho de la empalagosa miel que tanto gusta a las masas. El suyo era un cante sentimental y hondo: un dolor amasado de furia y tristeza, que nacía de la misma pena de su corazón gitano, de llanto de siglos derramado por su raza, en busca de una libertad presentida.



Con Torre nació y murió el duende. El duende era todo Manuel. Su voz recia diciendo la copla, masticando el cante, hablándole a la pena de tú, era la propia voz de las tinieblas, de lo infinito y lo profundo, hecha «soníos negros», como él mismo definiera su propio duende. «Todo lo que tiene soníos negros -le dijo un día a Falla- tiene duende». Y la vieja copla gitana emergía de él como un caudal de negra e infinita tristeza, soterrada angustia de vitales quejas, arañando la noche de los tiempos.

Su cante era corto, de inspiración nunca fácil, de saberse a gusto con su gente, con los cabales que le seguían. Jamás alargaba las melismas, sino era como muy preciso. Los tercios le brotaban con toda naturalidad. Cantanba hablando. Y era sobrio en sus apoyaturas musicales, como era clásico en su forma de interpretar. Como le ocurría, por ejemplo, en la soleá, de la que hacía un cante de mensaje directo, de comunicación inmediata.

Y lo mismo le ocurría con todos sus demás cantes, algunos de los cuales los reducía a su más mínima expresión, como su bulería para escuchar . La síntesis y lo emocional, eran las notas que siempre prevalecían en el cante del gigante jerezano. El ay de su seguiriya y el ay de su saeta, son dos ejemplos de notas afiladas y breves, que traspasaban como dardos, sin necesidad de que hubiera que alargar esos quejíos, que con la infinita tristeza que Manuel les imprimía, era más que suficiente y sobraba todo lo demás.

Porque en el cante de Manuel Torre no había adornos, floreos, ni empalagosos vibratos labiales. Todo era directo, simple y llano. Cante gitano de corazón a corazón. Y la perfección del drama de su raza únicamente se convertía en tragedia, en esa hermosa obra cumbre de «Santiago y Santana», su cambio por seguiriyas, en la que se abría las entretelas del alma, en un ay interminable, dando paso al vuelo aleante de una angustia metafísica, infinita y dolorosa. Entonces sí que el quejío corto y seco de Manuel se hacía como una puñalada en medio de la noche.

Cincuenta años después de su muerte, yo evoco hoy aquí a Manuel Torre, abriendo sus grandes manos, negras de sol y de pátina de siglos, arrancándose sus propias entrañas, hechas coplas de soledad y de muerte amarga, sin flores ya para su silencio.

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