31/5/07

CANTAORES CONOCIDOS, COMPAÑEROS Y AMIGOS (y 2)

PEPE PINTO

«Un hombre bueno, nervioso, afectivo; un hombre que a casi todo el mundo regalaba un reloj, un mechero, un cante y un consejo» Manuel Barrios

Luis Caballero
(publicado en CANDIL Nº 49, ENERO FEBRERO 1987)


¡Cuántas veces dijo Antonio Mairena esa indiscutible y experimentada verdad de que nunca se acaba de aprender a cantar y a saber de cante por muchos años que se viva! ¡Cuánto tenemos que rectificar los que cantamos para ir aproximándonos a un mejor hacer, y cuánto, al mismo tiempo, los que también buceamos en esas profundidades abismales tergiversadas tantas veces por espejismos! Nuestros propios discos, por ejemplo, vienen a corroborar esta inamovible afirmación: ¿Qué cantaor está conforme, sobre todo, con lo que grabó hace diez años? Fosforito me decía que a todos aquellos que le trajeran un disco de los primeros que hizo se lo cambiaría con mucho gusto por uno de los últimos. La vida es un continuo aprender rectificando, y la verdad es que mucho he debido yo rectificar hasta llegar a comprender , sentir y catalogar como maestro a Pepe Pinto, sobre todo después de tanto tiempo asegurando lo contrario. Naturalmente que nos estamos refiriendo al Pinto cantaor de cante grande y nunca al intérprete de fragmentaciones amalgamadas con argumentos seudopoéticos. Ese, queramos o no, y lo digo porque de algún modo subsiste, es otro cantar, aunque mi querido amigo Pepe dijera por aquellos días que esos arreglos los componía él -«a ver si se entera la gente»- Con cachos de cante puro.

Pepe Pinto sabía cantar y lo que cantaba, sin dejar de tener en cuenta que lo que cantaba lo cantaba bien. Era consciente de su condición como cantaor profesional y no perdía la menor ocasión de aumentar sus extensos conocimientos. Su afición no tenía fronteras. Lo dejó todo por el cante a pesar de saber que cantaría siempre sobre unas cualidades instrumentales de voz negadas por la ciencia especializada. Pero el cante era su vida, soñaba con el cante.

Le oí decir repetidas veces, porque repetía mucho las cosas, aquello de: «Señores, de verdad, por mi santa madre, yo he despertao más de una noche a Pastora pa que me dijera si un tercio de una soleá o una seguiriya o lo que fuera era así o no». Tenía a la casa de los pavones en el sentío sin dejar de admirar a don Antonio Chacón hasta la idolatría. «Yo ganaba, nos decía, mucho dinero de "grupier"
allá por los años veinte y le pagaba a Chacón pa escucharlo. Era un monstruo y yo aprendí mucho de él. Todavía no se ha dao otro igual». Y Chacón moría con Pastora. Pastora, ¿qué te hacía Chacón escuchándote? «Me besaba las manos, decía Pastora. De rodillas, me besaba las manos. Chacón era un caballero, un señor y un artista fenomenal».



A mí, hasta Pepe y Pastora, como amigos, me llevó Mairena. El Pinto desconfiaba de nosotros los «redentores» del cante, los empeñados en hacer volver las aguas a su cauce natural. El sospechaba (más bien negaba) pudiera saber de cante el universitario, el intelectual y el oficinista, por ejemplo; esa gente que no sabe hacer compás ni decir olé a tiempo. Sin embargo, alguna de esa gente le erigieron un monumento a su mujer en la puerta de su casa. ¿Cabe más? Entonces su agradecimiento no tuvo límites, de lo que todos nos alegramos, pues, evidentemente, murió con la plena satisfacción de ni saberse olvidado él ni la cantaora de su corazón, ya para siempre en bronce encabezando la legendaria catedral del cante: La Alameda de Hércules.

No es que dejaran de tener fundamento sus dudas y precauciones antes de convencerse de que el movimiento renacentista del cante constituía, por fin, una realidad avalada por la fuerza de la fe, la perseverancia y la autoridad. El decía, y con razón, que su mujer no volvería, y no volvió, a cantar más en ningún escenario, pues hasta en el mismo teatro San Fernando de su propia y amadísima Sevilla no la habían comprendido ni valorado. Tuvo que ser Antonio Mairena -y éste sí que captó de inmediato el futuro renacentista- quien consiguiera que Pastora entrara por la puerta grande de la Universidad y aceptara los propósitos que luego se convertirían en hechos contundentes. Pepe Pinto lo vio con lágrimas en los ojos: En el bello redondel central del Casino de la Exposición su mujer volvió a ser aclamada cuando bailó autoacompañándose por bulerías. El público que ahora aplaudía era de lo más prometedor: eran estudiantes y éramos nosotros, los desfacedores de entuertos flamencos. Aquella noche y otra más yo estuve con Mairena al lado de Pepe y Pastora. «Qué buen cantaor se ha hecho este muchacho», decía Pepe refiriéndose a Antonio, y Pastora decía: «Pepe, dime las letras pa yo cantarlas. No me acuerdo más que de una».

Algunas mañanas de invierno tomábamos el sol con ellos en la puerta de su célebre bar de la Campana. Pastora sentada, contándole a mi mujer cosas de su hermano Tomás, Pepe de pie, hablándonos de él, de su mujer, de Chacón..., regalándonos discos suyos dedicados, retratos de su Pastora, invitándonos, explicándonos el cante, su cante, los cantes, descubriéndonos su alma de hombre bueno, cariñoso, trabajador y artista.

Pero... la perturbación mental de su compañera lo desquició hasta la autodestrucción.

Y quiso la casualidad que también mi mujer y yo nos enteráramos de su muerte al mismo tiempo. Nos lo dijeron dos amigos en el bar del teatro Cervantes. Uno de ellos era Pepe Marchena que volvía de verlo por última vez. En otra habitación de la casa, Pastora, ausente de esta pena, se debatía en la suya incoherente y alucinante, mientras la Almeda iba quedándose sin esas otras dos columnas de Hércules del Cante.

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