24/12/06

LOS MISTERIOS DE LA SIGUIRIYA GITANA (II)

El paralelo puede ser más convincente si dejamos la cuestión de la forma para considerar el tono. En efecto, la endecha se asocia generalmente con la tristeza, a la inversa de lo que suele ocurrir con la seguidilla. Incluso cuando se llamaba «gitana» en el teatro del siglo XVIII, la seguidilla era casi siempre una cancioncilla alegre, totalmente distinta de la trágica siguiriya, como lo confirma el testimonio de Henry Swinburne, un inglés que viajaba por España en los años 1775 y 1776 y que declaraba, refiriéndose a los Gitanos:

Los dos sexos son igualmente hábiles para el baile y cantan las seguidillas de una manera alegre o tierna, muy propia de ellos.

En la misma época, según Antonio Machado y Alvarez y Francisco Rodríguez Marín, el problemático Tío Luis el de la Juliana cantaba ya por siguirillas gitanas. El caso de sus sucesores de la primera mital del siglo XIX, El planeta y El Fillo resulta menos dudoso, ya que ciertas siguiriyas atribuidas a estos dos cantaores se transmitieron oralmente hasta nuestros días. Por otra parte, en la famosa evocación de sus Escenas andaluzas, titulada «Un baile en Triana», Estébanez Calderón nos dice que intervinieron los dos cantaores y que a continuación se bailaron seguidillas y caleseras. En otros términos, las actuales siguiriyas, en el momento de su aparición, coexisten -como hoy todavía- con las tradicionales seguidillas dedicadas al baile y, dado que la diferenciación ortográfica del cante gitano y del baile folklórico es de uso relativamente reciente, los riesgos de confusión no son desdeñables.

Sin embargo, el abismo que separa seguidilla y siguiriya parece infranqueable, aún suponiendo un cruce extraño con la endecha. Es verdad que existe una coincidencia curiosa a este respecto. Se llamaba antiguamente endechera a la llorona o plañidera de los entierros y la variante andaluza del útimo término es playera, nombre que designó la siguiriya en sus primeros tiempos y que le cuadraba mejor que el actual. Ahora bien, no se trata de conformarse con juegos de palabras. Lo cierto es que el Gitano practicó durante mucho tiempo dos músicas radicalmente distintas: la primera folklórica y ligera, destinada a divertir un público payo para ganarse la vida; la segunda más íntima y sincera, para el uso estrictamente interno. Es muy probable que esta segunda música, más específica, conservó unos rasgos culturales originales y recurrió en tanto que le fue posible al idioma caló, mientras que la primera se acomodaba a los modelos autóctonos.

Prohibidos a partir de 1633, las actividades profesionales de los Gitanos en el dominio musical serán interrumpidas brutalmente por las persecuciones del siglo siguiente y rotundamente por la redada de 1749 que mandó a todos los de la raza a arsenales, presidios, minas y cárceles. Habrá que esperar la vuelta de condiciones de vida menos crueles al final del siglo para tener otra vez noticia de la música gitana. Mientras tanto, dicha música había padecido unas mutaciones radicales y lo que se va a designar a continuación con el nombre de seguidilla o siguiriya, que en épocas anteriores se había vuelto casi sinónimo de folklore gitano, ya no tendrá mucho que ver con el antiguo repertorio profesional así llamado.




Es preciso notar que el parentesco señalado más arriba entre seguidilla y siguiriya sólo es perceptible en el caso de limitarse a la comparación de las dos estrofas tales como se suelen escribir. Si dejamos los versos escritos para interesarnos por los tercios cantados, podremos observar una transformación muy notable. Una siguiriya famosa de Pastora Pavón se escribe así:

Una noche oscurita
a eso de las dos
le daba voces a la mare de mi arma
no me respondió.


Pero los tercios cantados por la Niña de los peines se desarrollaban de este modo:

Una noche oscurita,
a eso de las dos,
a eso de las dos,
a eso de las dos,
le daba voces,
le daba voces,
a la mare de mi arma
de mi corazón


Los cuatro versos de 7, 5, 12 y 5 sílabas se han multiplicado y tenemos ahora un total de once tercios de 7, 5, 5, 5, 5, 5, 7, 5, 5, 7 y 5 sílabas. Es cierto que todas las interpretaciones no tienen la misma abundancia de repeticiones y variantes, pero todas, sin excepción, cortan el verso más largo, el tercero, después de la quinta sílaba. Rodríguez Marín hacía observar justamente que ciertas siguiriyas -él decía seguidillas gitanas-, escritas por poetas que ignoran las modalidades del cante, no tienen esta cesura particular que los cantaores llaman caía y por lo tanto no se pueden cantar. En la versión citada, la caía es una pausa completa y contiene un rasgueado de la guitarra que corresponde con dos compases.

La división de la copla en tercios, tal como está presentada más arriba, ya no se parece mucho a una estrofa de seguidilla. Sin embargo este segundo texto refleja todavía demasiado nuestras costumbres escolares que nos llevan a partirlo en unidades de sentido y queda bastante alejado de la realidad del cante. Si nos esforzamos en apuntar con mayor precisión lo que escuchamos, respetando las interrupciones breves (figuradas aquí con una barra oblicua) y las pausas más largas, generalmente ocupadas por un rasgueado (representadas por una línea de puntos), señalando además los melismas más notables con una raya debajo de la vocal afectada, entonces, el resultado es el siguiente:

a a a -i
...
a a a -i-ii, una noche oscurita
...
a eso de /
e las dos
a eso de las dos, a eso de /
e las dos
...
Le daba voces
...
Le daba voces a la mare de mi arma, no /
o me re /
espondió.
...
Voces le daba a la mare de mi arma de /
mi co /
orazón.


Cuando tomamos conciencia de la complejidad de esta estructura cantada, la única que corresponda con una realidad concreta y que pueda interesar a los aficionados y a los estudiosos del cante, es evidente que el problema planteado por la presencia de un verso endecasílabo en una estrofa escrita, totalmente ficticia, ya no tiene mucha importancia. Lo que es realmente digno de atención y pide una explicación lógica es esta división extraña, que deja tanto sitio para los silencios y no se conforma con romper el ritmo de los versos sino que se empeña hasta conseguir el estallido de las palabras, como si actuara en virtud de una fuerza mágica más poderosa que el sentido de la letra.

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