25/12/06

LOS MISTERIOS DE LA SIGUIRIYA GITANA (yIII)



Arcadio de Larrea Palacín ha observado con mucha atención esta tendencia del cante flamenco que lo lleva a trastornar el orden lógico del texto y a intercalar varios tipos de ripios, exclamaciones, interjecciones, invocaciones, apóstrofes o simples lalias -o glosolalias, como las llamó Ricardo Molina-, que son sucesiones de sílabas sin sentido. En su libro, La canción andaluza, Larrea atribuye el fenómeno a la dominación imperiosa ejercida por la melodía en detrimento del texto de la copla y llega a formular una hipótesis muy ingeniosa: el desajuste entre la música y la letra es el resultado de una evolución que llevó cada una por una senda distinta. Las melodías son susceptibles de permanecer casi intactas a través de los siglos y hasta de los milenios, mientras que la letra cambia, el idioma se transforma. ¿Qué se hizo del idioma de Tartesos que se hablaba en la Baja Andalucía hace unos 3000 años? El árabe de Andalucía desapareció; el mozárabe quedó en su mayor parte tapado y substituido por el castellano; pero, en cambio, ciertas melodías prehistóricas han podido llegar hasta nosotros cruzando indemnes los trastornos políticos y lingüísticos de la historia.

El estudio de las melodías de los cantos de trabajo (temporeras, trilleras, cantos de siega y de labranza) y de las canciones de cuna, que, desde luego, resultan un poco periféricas respecto del flamenco, pero que tengo por las más arcaicas -como lo parecen indicar las extrañas similitudes que mantienen entre sí por todo el área mediterránea-, pudiera probablemente ilustrar la teoría del insigne musicólogo y folklorista. Sin embargo, por lo que toca a la siguiriya, su aparición moderna y sus relaciones complejas con la seguidilla nos invitan a seguir huellas relativamente más cercanas.

En 1982, con motivo del Congreso de Jaén, tuve la oportunidad de evocar una de las pistas que se revelaron como las más fecundas hasta ahora. Se trataba de una comparación entre los cantes gitanos más puros, las tonás y ciertos cantos de los Rom de Hungría. Aquellos Gitanos -o zíngaros- interpretan, para el uso estrictamente interno, dos tipos de músicas. El primero, bastante rápido, Únicamente destinado a acompañar el baile y llamado precisamente khelimaski dyilí (canción de baile), prescinde de palabras y está hecho de diversas lalias, extrañas percusiones vocales -que recuerdan la utilización de sílabas particulares (bol) en los períodos rítmicos (tala) de la música del país de origen, la India. Este ritmo bucal, bautizado en Hungría con el nombre del bajo (bogo), se acompaña a veces con percusiones improvisadas, por ejemplo chocando cucharitas o golpeando una lata, y estriba en la utilización sistemática de los contratiempos. Tiene un parentesco asombroso con el jaleo de ciertas bulerías interpretadas por Gitanos en sus fiestas íntimas. La segunda clase de música, que es la que nos interesa aquí, se llama «canción lenta» (Lokí dyih) y es típicamente un canto largo oriental, sin compás fijo, adornado con melismas, ripios, pausas y silencios, particularidades que la sitúa en la misma familia que las tonás y la siguiriya. Otro punto común fácilmente perceptible entre la lokí dyilí de los Rom de Hungría y la música de los Gitanos andaluces, es la presencia de una fórmula melódica descendiente, casi siempre idéntica en todos los cantos de un mismo grupo y relacionada con una concepción modal del repertorio musical.

Al lado de estas generalidades, interesantes por cierto, pero insuficientemente significativas, la ponencia de Jaén ponía de relieve unas correspondencias formales entre las tonás y la lokí dyilí: la misma utilización de ripios al principio o al final de los tercios y unas pausas muy par- ticulares, practicadas en el interior de las palabras -y con una constancia notable antes de la última sílaba del último verso de la copla-, interpretadas de la misma manera por los Rom húngaros y los Gitanos de Andalucía y totalmente desconocidas, según los musicól.ogos especializados, en los folklores respectivos de las dos regiones. Dichas correspondencias parecen delatar la utilización de modalidades idénticas, aplicadas a unas músicas que se desarrollaron en contextos muy distintos por grupos de Gitanos que se mantuvieron sin contacto durante muchos siglos y el hecho no dejará de sorprender. Ahora bien, lo que quiero subrayar aquí es la transformación radical efectuada por ambos grupos a partir de estrofas estructuradas de manera similar -cuartetas de octosílabos para la loki dyiü y las tonás, seguidillas en el caso de la siguiriya- y hechas para cantarse en forma silábica, cada nota de la música correspondiendo con una sílaba de la copla, del mismo modo que se cantan las sevillanas, por ejemplo. En todos los casos citados, la estructura estrófica sacada de la tradición autóctona termina por saltar hecha pedazos y la canción silábica se vuelve canto largo, se independiza de la letra y ya no conoce más trabas que las de la línea melódica y del aliento.

He aquí como se conjugan dos tradiciones musicales diametralmente opuestas, la primera occidental, caracterizada por el dominio de la poesía escrita, el respeto de las palabras, y la segunda, oriental, sometida al dinamismo de la música y de las facultades vocales. Así, el cante flamenco en su expresión más gitana es el resultado de una aculturación lograda. Los siglos de persecución -de que hay constancia pese a la que pretenden algunos- acabaron con el nomadismo, el traje, el idioma y muchos otros aspectos del particularismo gitano, pero en el caso de la música lo que se produjo es realmente un portento. Se pudiera decir otro tanto de la esclavitud de los negros de donde salió el blues y de la conquista y colonización de América, origen de tantas músicas prodigiosas. Sin embargo, no quiero insinuar con esto que el cante jondo no es más que el fruto de la desgracia. Cada fenómeno tiene sus circunstancias y las del flamenco residen en la que se pudiera llamar «el milagro andaluz». A pesar de todas las coincidencias señaladas más arriba, el Gitano o Zíngaro de Hungría no ha podido elaborar una música comparable con el fabuloso tesoro del flamenco; su pobre repertorio, limitado a dos tipos de canciones, no ha salido nunca de su hogar y sólo se conoce gracias a los trabajos de algunos etnomusicólogos. En cambio, el flamenco es de los Gitanos y es de Andalucía. Faltándole uno de sus elementos no existiera. El influjo de las culturas judía y mora no puede ser determinante en una música cuya existencia no se atestigua antes del final del siglo XVIII, se manifiesta escasamente fuera de algunos sectores privilegiados del ámbito andaluz y se desconoce prácticamente en tierras valencianas o aragonesas. La condición imprescindible para la aparición del cante flamenco es este crisol andaluz heredero de tantas tradiciones desde Tartessos hasta el encuentro con los músicos ambulantes procedentes de la India, es la Andalucía tartesia, romana, mozárabe, judía y mora. Si olvidamos este factor esencial no se pudiera explicar por qué los Andaluces, después de acoger en sus pueblos a los Gitanos perseguidos y de convivir con ellos, adoptaron su rara música oriental, se reconocieron en ella y la hicieron suya, lo que nunca hicieron los húngaros con la lokí dyilí. Sin estas circunstancias únicas tampoco se pudieran aclarar los misterios de la siguiriya.

1(Cita en capítulo I) ARCADiO DE LARREA, El flamenco en su raíz, Madrid, 1974, pág.76.

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