21/3/07

ANTONIO FERNANDEZ "FOSFORITO" (VIII)

FOSFORITO (Agustín Gómez) (II)

El arte es comunicación, pero no todo el arte se comunica por sí mismo. El artista es sólo el aparato emisor, pero la comunicación necesita un receptor en la misma sintonía y, tanto mejor, si es de la misma calidad. No nos extrañe pues que el arte de Fosforito, como el de Picasso ó Goya, necesite de un intermediario que explique, que trate de poner en sintonía al receptor . Si vamos limpios de corazón, sin prejuicios ni esfuerzos intelectualoides a una pintura negra de Goya, o al «Guernica» de Picasso, recibiremos el impacto de horror o de inquietud; exactamente lo que pretendieron comunicar. Es cuando queremos ver lo que hay en la mancha del lienzo, cuando queremos intelectualizar el impacto o la emoción, cuando tenemos problemas de interpretación. Pero no se trata en la comunicación del arte de interpretar el mensaje, sino de recibirlo para que fecunde nuestra sensibilidad. A ningún pintor se le ocurrió nunca explicar su obra, como no debió ocurrírsele nunca a ningún cantaor explicar su cante, ni mucho menos meterse a flamencólogo. El cuadro es para verlo y el Cante para escucharlo, jamás para explicarlos. O por lo menos esa es la intención del artista, como única pretensión del arte. Claro está que cuando no hay vivencias naturales o caldo de cultivo, hay que fabricarlos. y en eso estamos, en el rollo de la dialéctica, de la flamencología.

Sin este rollo no hubiera sido posible mover el gusto de la afición popular e incluso elitista por el Flamenco, por lo que hoy entendemos como Flamenco. Estaríamos en otra onda estética y Fosforito hubiese quedado inédito. Si gracias a los artistas hemos montado nuestro rollo sus comentaristas -historiografía y crítica del arte-, gracias a los comentaristas, los artistas no quedan inéditos y, aquellos que necesitan de intermediarios por su calidad de mensaje, pueden comunicarse. No vamos pues a andamos con complejos, aun reconociendo nuestra admiración por ellos, que ahí es nada nuestro esfuerzo en el empeño de explicarlos. Por mi parte, he de decir que admiro tanto a Fosforito como a González Climent, que me lo explicó por vez primera; como a aquel locutor , ya olvidado, que no ponía nada más que su entusiasmo en divulgarlo sin saber otra cosa que leer en las etiquetas del disco, también merece un respeto. Gracias a todos ellos, el artista se comunica.

Estética jonda

Ya dijimos que el vitalismo de Fosforito llega directamente al espectador; el impulso, el alma. La parte material necesita en cambio de una explicación. A mí me parece especialmente fosforero este Fosforito cuando la tragedia se cierne sobre su garganta, sobre su voz. El mito de la tragedia se cifra siempre en la lucha del hombre en situación límite, en la lucha imposible. La belleza del toro, como del Cante, está en la lucha. No hay duende, no puede haberlo, en el torero como en el cantaor si no hay posibilidad de muerte o de fracaso. Ya lo decía Federico García Lorca: «...el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo». Un poco más allá, añade: «Angel y musa se escapan con violín o compás, el duende hiere, y en la curación de esa herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre». Lorca lo sabía muy bien. Toda su vida se la pasó buscando y encontrando al duende. En esa lucha permanente con el duende está lo específico del poeta Lorca y lo que en definitiva ha sido su mayor atractivo, atractivo en lo que hay de misterio lorquiano; su propia muerte mítica. Fosforito es un concepto lorquiano de la estética jonda que no se entiende sin el duende, aunque el duende sea ininteligible. En ello radica el dolor, la punzada, y hasta la insatisfacción que nos deja siempre en anhelo, del arte de Fosforito.

Así me pareció el cante de Fosforito en muchos momentos de su vida artística: esfuerzo agotador, corazón por la boca, un tirarse a matar ese toro del Cante con una generosidad total, que no escatima el sacrificio supremo si ha de ser para conseguir el mejor encuentro posible de hombre y cante espléndidamente dialogado con la guitarra. Al contrario de la tragedia griega, aquí salió triunfante el hombre; fortalecido, moralmente fortalecido por la lucha, aunque consciente también de su humildad. ¿Al contrario dije? No, así es también el triunfo de nuestro hombre trágico. Sólo así, Fosforito hace claramente inteligible el prodigioso contraste de sus claroscuros, la gran paradoja de su luminosa voz sombría, el milagro de su tesitura en una voz agarrada desde las uñas a la tierra, estallando en graves y agudos prodigiosos; la ternura de su metal duro. El sabor seco, la expresión sobria, el sentimiento dramático, la precisión técnica, el gesto agresivo y hasta violento de su concepto flamenco, sólo contrastado con sus coplas que hablan de amor y honda humanidad... el arte, en suma, personal y único de Fosforito que deja dolorido a su auditorio, porque el Cante, más que un gozo -como dijera Juan Talega- es un dolor .



Personalismo

Fosforito es de Puente Oenil y de alguna manera habría de correlacionar su cordobesismo de origen con ese sentimiento trágico del grito que es ante todo su cante: el senequismo. Nadie más clásico y personal a un tiempo que este Fosforito flamenco. Nada más alejado formalmente del temario flamenco cordobés que el cante de Fosforito. A simple vista, en este aspecto, más se puede identificar su cante con Cádiz o Málaga, con el famoso triángulo que pasa también por Sevilla y Jerez, o el café cantante del pueblo minero; que todos los caminos y manifestaciones de la vida andaluza se han expresado por el cante de Fosforito, y sin embargo, hay algo en él de inmutable, permanente, característicamente cordobés. Si Ricardo Molina nos hablaba de dos etapas del cante cordobés subsidiarias de La Serneta y El Ollero, respectivamente -Ricardo no conoció a Cayetano Muriel suficientemente y es por lo que no llegó a reconocerlo-, con Fosforito hablaremos de una nueva etapa, de una nueva escuela que sintoniza a tope con el cordobés de hoy, porque el «fosforismo», a no dudarlo, es una manera de cantar, pero también una manera de entender el Cante; más aún, una nueva estética flamenca, que responde a una manera de ser cordobesa, no en el aspecto formal o superficial, sino en aquello que hace la estructura, el armazón o el hondón; la razón de ser flamenco, aquello que marca indeleblemente. Una nueva estética de nuestro Cante: el armazón de lo clásico, resaltado en medidas y proporciones justas; descarnado en su forma melódica casi hasta la simplicidad espiritual; lo estoico, lo sobrio, como decantación más auténtica del alma andaluza que tiene asumido su drama en latente rebeldía.

Sí, podríamos empezar a explicarnos esta manera de ser flamenco haciendo unas consideraciones sobre el localismo cantaor. El localismo en el Cante es una manifestación del talante, de la idiosincrasia, de la propia expresión hablada de un pueblo; del acento, ese acento en la expresión, del que Vicente Alexandre dijo: «es el máximo exponente de la raíz de un hombre». Pero así como nuestro Premio Nobel se queja de haber perdido su precioso acento andaluz -que nació en Sevilla, se crió en Málaga y desde muy joven ya en Madrid hasta que murió con ochenta y tantos años, de padre valenciano; por lo que este acento estaba condenado por las peripecias de la vida, aunque su espíritu fue siempre el reflejo de la luminosidad sevillana y malagueña-, nosotros también tenemos más que motivos para quejamos de perder más y más cada día nuestras peculiaridades locales; aunque hay algo fuerte que nos aglutina a todos por encima de lo cordobés, sevillano, granaíno..., etc., que es lo andaluz.

Mientras Andalucía se ha ido secando y agrietando, ha visto cómo se le iba apuntalando con columnas salomónicas. Su angustia existencial, manifestada en cante jondo, ha sido enmascarada o consolada con semanas santas, ferias y romerías. Algún día el andaluz encontrará su propia identidad, conocerá a su hermano con el que comparte suelo y cielo, y ya no estará solo. Ese «dios» al que se aferra con alienante sentido de la propiedad -«mi dios»- será el Dios de todos, y habrá acabado para él esa angustia existencial. Pero mientras tanto...

Con Fosforito se ha reencontrado la estética jonda del Cante por lo que clamaba García Lorca desde Granada. Haría falta un Fosforito para cada manifestación andaluza de arte o de vida y Andalucía sería entonces una inmensa luminaria.

La división localista de las soleares, por ejemplo, ha estimulado nuestro individualismo. Por eso, ha sido la idea más fija que ha quedado de la lectura de la «biblia flamenca». Sigue siendo nuestra preocupación y hasta nuestra lucha, el significamos por nuestro orgullo localista; pero, desengañémonos, hablar hoy de Cante en Córdoba, como en Granada, Málaga..., es aferrarse a la nostalgia, es caer en el más pertinaz anacronismo. Conformémonos con «lo andaluz» y no sería ya conformarnos, sino aspirar a nuestro mayor timbre de gloria.

(continuará)

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