18/2/07

JOSELERO Y EL QUINO

(publicado en CANDIL nº 14, marzo-abril, 1981

Por Alejandro Fernández Colla

Allá por los años cincuenta, cuando conocí a Joselero y al Quino, Morón de la Frontera -nuestra patria chica- estaba viviendo su época de mayor esplendor y riqueza, no comparable a ninguna otra.

Decir esto de un pueblo como Morón significa mucho. Al igual que su escudo, que re presenta un caballo sin jinete, ensillado y desbocado, Morón es un corcel suelto de brida, como ya escribí en un soneto que le dediqué hace tiempo. Un pueblo del que no basta decir que es generoso o pródigo, incluso dilapidador. Morón es, valga el tópico, eso y muchísimo más.

Superados ya los años de «la jambre», con su cohorte de miserias traídas por la guerra y por el boicot que desde la ONU se nos impuso, el campo y la industria comenzaron a brillar y arrojaron sobre Morón un río de dinero, que lejos de ser atesorado, corrió por sus calles y por sus gentes, a toda velocidad. No hay freno que sujete a ese pueblo. Sus fiestas eran únicas. Sus ferias, con un egregio despilfarro. Llegaron a superar en calidad a las de Sevilla. No eran pocos los sevíllanos que se volcaban en ellas como si fueran propias.

Entre los artífices y protagonistas de aquel estallido, desde el exclusivo punto que ahora nos interesa, destaco especialmente uno: Antonio Camacho. «Don Antonio», para Joselero. Y aquella fue también, a mi entender, la edad de oro de ese cantaor, que se inició y quizá se consumó bajo su mecenazgo.

Antonio Camacho e r a un gran aficionado al flamenco, sobre todo al cante de fiesta. No pretendo decir con esto que no gustara del cante grande -precisamente el recuerdo que Joselero le dedica al Quino lo es bailando por soleares-, pero, según mi experiencia personal, cada vez que lo vi metido en faena o le oí comentar alguna juerga, siempre predominaba esa faceta, que digamos sea de paso, tan difícilmente alcanza alturas auténticas de verdadera valía. Y ahí en ese terreno, el Quino y Joselero le venían a la medida.

Poco hay que contar de Joselero -o quizá mucho, o de otro modo distinto; no lo sé-. Pero ¿quién era el Quino?
Cuando en la entrevista que se le hizo a Joselero, publicada en el número 9 de esta Revista, leí sus palabras sobre ese bailaor, me sucedieron dos cosas contradictorias: Sentí alegría al encontrarme con su nombre, aunque ciertamente lo estuviera esperando, e inmediatamente los imaginé a los dos, los vi en plena embriaguez de su creación y de su gozosa sabiduría. Y simultáneamente sentí también cierto desasosiego, se me disgustó un poco el cuerpo -como diría un gitano-, con la sensación de que algo estaba incompleto. Las palabras de Joselero se quedaban muy lejos, apenas en la frontera de lo que aquello fue, y además, sin dedicarle ni un simple recuerdo a Antonio Camacho ni a su época.

El Quino era carnicero, no un profesional. Poseía un puesto de carne en la Plaza de Abastos de Morón. Alto, espigado, huesudo, desgarbilado, pálido de piel, nariz algo aguileña, labios finos e irónicos, ojos chicos y vivaces, cabello lacio y ralo, rostro a mitad de distancia entre Don Quijote y Dante, todo él trasminaba en su persona y en su baile, hierático a veces y a veces turbulento, un profundo y casi histriónico sentido del humor, y esa indescifrable armonía del compás cuando se vuelve de revés.

Ahora tengo que apelar a la imaginación de quien me lea: Mézclese al Quino con un Joselero cantando por bulerías con el frescor y colorido de muchos años menos; con un guitarrista que ya iba siendo Diego ,el del Gastor; con un Antonio Camacho cuyas fábricas de aceite y jabón le daban dinero tan a manos llenas que no conseguía vaciarlas (el jabón "800 Camacho" había invadido toda España). Y sitúese todo ello en Morón, un día cualquiera de un año cualquiera de aquella época. Agítese un poco y...

Yo que he tenido la suerte de vivirlo, me siento incapaz de reproducirlo aquí. Joselero cantando y el Quino bailando -todavía Diego el del Gastor no se había compenetrado con el bordón-, no admiten ninguna recreación literaria, puestos en aquellas coordenadas. No he visto ni veré nada que se les pueda parecer, porque eran indivisibles. Cuando ambas se sumaban, el resultado no era uno más uno igual a dos. Algo más complejo y último sucedía entonces.

La relación de Antonio Camacho con Joselero y el Quino sobrepasaba la de un simple aficionado más o menos competente y espléndido, que lo era en grado sumo, con sus artistas preferidos, a los que le unía una extraña mezcla de admiración, amistad y filosofía de la vida.

Antonio viajaba con muha frecuencia a Sevilla y a Madrid, y rara era la vez que ellos no le acompañaban. Se hospedaba en Sevilla en el Hotel AIfonso XIII, en el que tenía reservadas habitaciones durante todo el año; y en Madrid, en el Palace, donde permanecía en ocasiones semanas enteras. Y allí estaban también con él su Quino y su Joselero.

Era corriente por aquel entonces que a causa de la escasez de agua potable, se cortase en muchas poblaciones el suministro a eso de las ocho o las nueve de la noche, circunstancia ésta que dio lugar a una anécdota pintoresca y altamente reveladora del ambiente y estilo en que acostumbraba a desenvolverse la vida de aquel insó1ito trío.


Sucedió en efecto, que con motivo de uno de esos viajes a Madrid, acompañado por sus dos adláteres, tuvo que desplazarse Antonio desde aquella ciudad a Badajoz por asuntos de negocios, para lo cual, llamó antes por teléfono al hotel a fin de que les reservaran habitaciones. Una vez obtenida la confirmación, advirtió de la hora aproximada a la que pensaban llegar, indicando que les tuviesen preparado el baño, para lo que deberían adoptar la precaución de llenar las bañeras antes de que cortasen el agua.

-Lo sentimos mucho- le respondieron-, pero eso no es posible. Tenemos cortada el agua desde hace rato y ya no volverá hasta mañana por la mañana.

A lo que Antonio sin inmutarse, replicó:

-No importa. Si no tienen ustedes agua, tendrán leche. ¿Pueden ustedes llenar las bañeras con leche o no?

Hubo un corto silencio en el teléfono, como es fácil imaginar. Pero se trataba de Antonio Camacho, del que podía esperarse cualquier cosa y a quien todas las puertas se le abrían, y el asunto quedó arreglado. Cuando Joselero y el Quino llegaron de madrugada a Badajoz, todavía con los vapores del jerez merodeando por su cabeza, tenían preparado un buen baño de leche caliente, en el que creo que se metieron cantando por bulerías.

El Quino murió pocos años después, no recuerdo la fecha. Antonio Camacho se vió obligado a suspender pagos, se casó y se retiró a una vida m á s tranquila. También ha muerto. De aque1 trío que ardió como una bengala, sólo queda Joselero" y los recuerdos de Joselero, que por dentro de los ojos -lo cuente o no- le proyectarán las imágenes de aquellos singulares tiempos, de aquellos viriles pasos de baile, de aquellos largos y afilados dedos chasqueando a compás, y de aquella silueta que inundara con su burlona alegría el suelo que pisó.

Fueron los años de oro del Quino y de Joselero, no en su aspecto económico, al que no me estoy refiriendo aunque bien pudiera quedar sobreentendido, sino en su cante y en su felicidad.

Con ellos se fue también Morón a dormir el sueño de una historia que no volverá a repetirse.

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